Astucia y perseverancia
Por Carlos Valle. (*)
La década de 1990 fue en América latina una etapa de consolidación de profundos cambios en su vida institucional. Los reiterados mensajes buscaban demoler el lugar que debía ocupar el Estado en toda sociedad que procurara desarrollarse democráticamente. Junto a la descalificación del Estado estaba la descalificación de los políticos y, por ende, de la misma política.
Se empezaba a instalar una concepción de sociedad que prioriza el lucro, donde el interés comercial es más importante que la gente y que se es más cuanto más se tiene. Había llegado el tiempo de los técnicos y de los ejecutivos, porque había que aceptar que ellos saben cómo se manejan las empresas y cómo se obtienen resultados y, por supuesto, porque son eficientes y honrados.
Los enormes beneficios que habrían de sobrevenir a una salvaje privatización de las riquezas nacionales deslumbraron, por supuesto, al segmento de la población más pudiente y a los que ascendían vertiginosamente en la escala social mientras sembraban la pobreza y la marginación para millones. Gobiernos corruptos acompañados por empresas nacionales y trasnacionales corruptas fueron sostenidos por medios de comunicación que se esmeraron en hablar de las maravillas de un ficticio mundo que hoy vemos desmoronarse estrepitosamente, pero que se niega a reconocer la falacia de sus presupuestos.
Recordaba el pensador Paul Tillich: “La sociedad tecnológica occidental creó métodos para ajustar a las personas a sus exigencias de producción y consumo que son menos brutales, pero que, a largo plazo, son mucho más eficaces que la represión totalitaria. Ellos despersonalizan no porque exijan, sino porque ellos ofrecen, dan exactamente aquellas cosas que tornan superflua la creatividad humana”.
Para su aceptación y consolidación fue necesaria la implementación de un proceso de comunicación que permitiera conquistar sentimientos, sueños, búsquedas. Era necesario hacer creer que añejadas frustraciones pueden trastocarse en triunfos y, quienes no acompañen ese proceso, irán al fracaso. Hoy hay, como nunca antes, recursos tecnológicos y económicos para montar estos escenarios. Los tentáculos de la concentración de medios han demostrado tener la enorme capacidad de diseñar modelos de horadación de todo buen propósito cuando perciben que podría afectar sus poderes y dominio.
Los grandes medios, cuyos dueños –mayormente ocultos rostros y nombres que se mueven al ritmo de sus intereses– se escudan detrás de la defensa de la declamada independencia y libertad de la información para generar la opinión que les conviene. Todo proyecto democrático de comunicación enfrentará fuerzas que lo dejarán crecer mientras sus objetivos no interfieran con las cadenas mediáticas asentadas sobre bases comerciales. Esto ha sido evidente en la resistencia a la aprobación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, en las reiteradas acusaciones sobre el fin del periodismo independiente y en el bloqueo judicial interpuesto a la puesta en marcha de la tan esperada ley por la que tantos grupos trabajaron.
La situación presente conforma un desafío para los comunicadores. Posiblemente este momento requiera que los comunicadores vuelvan a reiterar concretamente su compromiso por una comunicación que esté al servicio de la comunidad toda.
Uno de los caminos posibles para comenzar sería que los comunicadores nos dispusiéramos –donde y en la medida que corresponda– a hacer un mea culpa de las veces que callamos, por temor o por vaya saber por qué razón, y dejamos que la verdad fuera ignorada o distorsionada y que todo esto sucediera sin hacer oír nuestra voz. Al mismo tiempo, los comunicadores deberíamos aunar los esfuerzos por abrir espacios a una comunicación que proporcione el desarrollo de una comunidad solidaria, que denuncie la discriminación y la opresión y deje que los acallados sean oídos.
¿Hay alguna posibilidad de que las poderosas armas de los medios lleguen a jugar un papel integrador de la comunidad toda? El dominio de los grupos hegemónicos que hoy condenamos es un espejo de una realidad que no puede seguir repitiéndose. Hay que impedir que el Ave Fénix vuelva a renacer de sus cenizas. Para ello será necesario que la sociedad vele con astucia y perseverancia en la implementación de estructuras más democráticas y participativas.
Se empezaba a instalar una concepción de sociedad que prioriza el lucro, donde el interés comercial es más importante que la gente y que se es más cuanto más se tiene. Había llegado el tiempo de los técnicos y de los ejecutivos, porque había que aceptar que ellos saben cómo se manejan las empresas y cómo se obtienen resultados y, por supuesto, porque son eficientes y honrados.
Los enormes beneficios que habrían de sobrevenir a una salvaje privatización de las riquezas nacionales deslumbraron, por supuesto, al segmento de la población más pudiente y a los que ascendían vertiginosamente en la escala social mientras sembraban la pobreza y la marginación para millones. Gobiernos corruptos acompañados por empresas nacionales y trasnacionales corruptas fueron sostenidos por medios de comunicación que se esmeraron en hablar de las maravillas de un ficticio mundo que hoy vemos desmoronarse estrepitosamente, pero que se niega a reconocer la falacia de sus presupuestos.
Recordaba el pensador Paul Tillich: “La sociedad tecnológica occidental creó métodos para ajustar a las personas a sus exigencias de producción y consumo que son menos brutales, pero que, a largo plazo, son mucho más eficaces que la represión totalitaria. Ellos despersonalizan no porque exijan, sino porque ellos ofrecen, dan exactamente aquellas cosas que tornan superflua la creatividad humana”.
Para su aceptación y consolidación fue necesaria la implementación de un proceso de comunicación que permitiera conquistar sentimientos, sueños, búsquedas. Era necesario hacer creer que añejadas frustraciones pueden trastocarse en triunfos y, quienes no acompañen ese proceso, irán al fracaso. Hoy hay, como nunca antes, recursos tecnológicos y económicos para montar estos escenarios. Los tentáculos de la concentración de medios han demostrado tener la enorme capacidad de diseñar modelos de horadación de todo buen propósito cuando perciben que podría afectar sus poderes y dominio.
Los grandes medios, cuyos dueños –mayormente ocultos rostros y nombres que se mueven al ritmo de sus intereses– se escudan detrás de la defensa de la declamada independencia y libertad de la información para generar la opinión que les conviene. Todo proyecto democrático de comunicación enfrentará fuerzas que lo dejarán crecer mientras sus objetivos no interfieran con las cadenas mediáticas asentadas sobre bases comerciales. Esto ha sido evidente en la resistencia a la aprobación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, en las reiteradas acusaciones sobre el fin del periodismo independiente y en el bloqueo judicial interpuesto a la puesta en marcha de la tan esperada ley por la que tantos grupos trabajaron.
La situación presente conforma un desafío para los comunicadores. Posiblemente este momento requiera que los comunicadores vuelvan a reiterar concretamente su compromiso por una comunicación que esté al servicio de la comunidad toda.
Uno de los caminos posibles para comenzar sería que los comunicadores nos dispusiéramos –donde y en la medida que corresponda– a hacer un mea culpa de las veces que callamos, por temor o por vaya saber por qué razón, y dejamos que la verdad fuera ignorada o distorsionada y que todo esto sucediera sin hacer oír nuestra voz. Al mismo tiempo, los comunicadores deberíamos aunar los esfuerzos por abrir espacios a una comunicación que proporcione el desarrollo de una comunidad solidaria, que denuncie la discriminación y la opresión y deje que los acallados sean oídos.
¿Hay alguna posibilidad de que las poderosas armas de los medios lleguen a jugar un papel integrador de la comunidad toda? El dominio de los grupos hegemónicos que hoy condenamos es un espejo de una realidad que no puede seguir repitiéndose. Hay que impedir que el Ave Fénix vuelva a renacer de sus cenizas. Para ello será necesario que la sociedad vele con astucia y perseverancia en la implementación de estructuras más democráticas y participativas.
(*) Comunicador social. Ex presidente de la Asociación Mundial para las Comunicaciones Cristianas (WACC).